Editorial
Autor de correspondencia: Rodrigo Marín-Navarrete Correo electrónico: rodrigo.marin@cij.gob.mx Teléfono: +52 55 59 99 49 49 ext. 1911
Los últimos dos años han representado un periodo sin precedentes a nivel mundial a causa de la pandemia por COVID-19. Miles de millones de personas han visto un cambio drástico en su estilo de vida y, más aún millones han perdido la vida. Para algunos científicos se trata de un trauma colectivo (Masiero et al., 2020; Provenzi et al., 2021). En este contexto cabe preguntarse, ¿qué efecto tendrá a corto y a largo plazo en niños, niñas y adolescentes el confinamiento, la violencia vivida al interior de los hogares, el miedo a enfermar, la inseguridad económica y la muerte de varias personas en un periodo corto de tiempo?
La pandemia ha modificado la forma en que las personas se relacionan unas con otras. Para algunas sociedades el distanciamiento físico ha sido obligatorio, impuesto por los gobiernos; en otras, el confinamiento y la decisión de tener poco contacto social ha sido una elección propia, motivada por el deseo de evitar contagiarse. Varios estudios alrededor del mundo y en diferentes sociedades han documentado un aumento en los niveles de violencia intrafamiliar durante el aislamiento (Bhatia et al., 2021; Bourgault et al., 2021; Bullinger et al., 2022; Dabi Wake & Rani Kandula, 2022; Ebert & Steinert, 2021; Organización de las Naciones Unidas- Mujeres, 2020). En México, durante el primer mes de confinamiento se documentó una prevalencia de cualquier tipo de violencia hacia la mujer de 5.8%, en la que predominaron los insultos o amenazas (prevalencia del 4.3%; Valdez-Santiago et al., 2021). La Red Nacional de Refugios (2020) reportó un incremento del 81% en el número de mujeres, niñas, niños y adolescentes atendidos por violencia en el hogar en el periodo de marzo a junio de 2020 con respecto al mismo periodo en 2019. Asimismo, el 8% de las niñas, niños y adolescentes fueron víctimas de violencia sexual durante el confinamiento (Red Nacional de Refugios, 2020).
A nivel mundial se calcula que un millón y medio de niños experimentaron la muerte del padre, la madre o del cuidador principal en el periodo del 1 de marzo de 2020 al 30 de abril de 2021. En ese mismo periodo, en México 141,132 niños han vivido la muerte de su padre, madre o abuelos que poseían su custodia, cifra que lo convierte en el país con el mayor número de menores en situación de orfandad a causa de la pandemia (Hillis et al, 2021).
El confinamiento también tuvo efectos en la salud mental de las personas. Por ejemplo, un estudio realizado por los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC), integrado por N = 5470 participantes que tenía el propósito de explorar condiciones de salud mental en la población, informó que 41% de la muestra presentó alguna condición de salud mental, de los cuales 31% presentó síntomas de ansiedad y depresión; 26% trauma y trastornos relacionados con el estrés (TSRD, por sus siglas en inglés) relacionados con COVID-19; 13% inició o incrementó el consumo de sustancias, y 11% presentó ideación y conducta suicida (Czeisler et al, 2020). En un meta-análisis sobre la mortalidad de los pacientes psiquiátricos durante la pandemia, en más de siete países y con 19 mil pacientes se concluyó que los pacientes con diagnósticos psiquiátricos tuvieron un incremento significativo en la mortalidad por COVID-19, comparado con persona sin diagnóstico psiquiátrico (Fond et al., 2021; Nicolini & De la Fuente, 2022).
Adicionalmente, el confinamiento también tuvo efectos en la seguridad alimentaria de los hogares en donde hay menores de edad. Un estudio llevado a cabo en México determinó que las restricciones del cierre de COVID-19 se asociaron a una reducción de la seguridad alimentaria, del 38.9 % en el año 2018, al 24.9 % en junio de 2020 (Gaitán-Rossi et al., 2020).
El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) recientemente llevó a cabo un sondeo en donde exploró el impacto del COVID-19 en la salud mental de adolescentes y jóvenes. En las Américas y el Caribe participaron 8,444 adolescentes y jóvenes de 13 a 29 años de edad en nueve países. Se encontró que 27% de los participantes reportó sentir ansiedad y depresión en los 7 días previos a la encuesta. El 46% comentó sentir menos motivación para hacer actividades que normalmente disfrutaba. Entre las mujeres, 43% dijeron sentirse pesimistas frente al futuro; en los varones, este porcentaje fue de 31%. Con respecto a la posibilidad de pedir ayuda para su estado de ánimo, 73% refirió haber sentido esa necesidad, pero 40% no solicitó apoyo (UNICEF, s. f.).
En una revisión sistemática, Meherali y colaboradores (2021) analizaron el efecto que tiene una pandemia en la salud mental de niños y adolescentes. Analizaron 18 investigaciones realizadas sobre los efectos de la pandemia de COVID-19, influenza H1N1, influenza equina, ébola y el síndrome respiratorio de Oriente Medio. Documentaron que las pandemias causan estrés, preocupación, desamparo y problemas conductuales, esto como resultado del cambio en el estilo de vida, de las medidas de distanciamiento físico, del aislamiento, del cierre de escuelas y de otras actividades, así como del estigma que puede traer consigo el contraer la enfermedad. Específicamente durante la pandemia por COVID-19 las mujeres adolescentes mostraron mayores índices de depresión, ansiedad y soledad en comparación con los varones; asimismo, los niveles de ansiedad son mayores en los adolescentes en comparación con los niños.
El aislamiento en sí mismo también puede traer efectos negativos en la salud mental de niños, niñas y adolescentes. Se encuentran en un período crítico donde la socialización es primordial para el crecimiento y maduración del cerebro y para lograr una adaptación fuera de la familia y del círculo más cercano. La soledad, las dificultades para el aprendizaje remoto a través de internet y las alteraciones en la rutina son fuentes del estrés que han experimentado durante la pandemia (Howard-Jones et al., 2021). En México, las escuelas permanecieron cerradas durante mucho tiempo. El estrés que ya existía entre varios niños y adolescentes que previamente tenían dificultades académicas, muy posiblemente aumentó como resultado de las clases en línea a través de internet, en donde quizá la asesoría no pudo ser tan cercana o efectiva por los obstáculos inherentes a la tecnología. Además, probablemente algunos adolescentes y niños que no tenían dificultades a nivel presencial, sí las presentaron durante las sesiones en línea.
En cuanto al abuso de drogas, uno de los estudios más importantes fue el realizado por el Instituto Nacional de Abuso de Drogas de los Estados Unidos, en una revisión de más de 70 millones de expedientes electrónicos. Se encontró que las personas que habían tenido el diagnóstico de abuso de drogas en el año previo, tenían mayor probabilidad de infectarse de COVID-19, al igual que aquellas que habían tenido episodios por sobredosis con drogas o con dependencia al tabaco. También hubo un mayor riesgo de muerte (6.6%), y hospitalización (30.1%) entre pacientes con diagnóstico de abuso de substancias que desarrollaron COVID-19 (Nicolini & De la Fuente, 2022; Wang et al., 2021).
En este contexto, es necesario preguntarse cuáles serán las consecuencias a nivel epigenético de las vivencias adversas en niños, niñas y adolescentes descritas hasta este punto. La epigenética es el estudio de cómo el ambiente influye sobre la expresión de los genes. El contexto social, las experiencias, el estilo de crianza, la alimentación, el tipo de relación que se tiene con los demás, son elementos medioambientales que pueden modificar la expresión génica sin que ocurra una alteración del ADN. No obstante, esta modificación en la expresión sí es susceptible de ser heredada y de influir significativamente en el funcionamiento de las personas, de ahí la importancia de su estudio y manejo (Cadet, 2016; Cavalli & Heard, 2019).
Diversos estudios abordan los efectos perjudiciales que tienen las vivencias adversas sobre la forma en que se expresan los genes que regulan las estructuras que median la respuesta al estrés, el control de los impulsos y la toma de decisiones, aunadas al efecto epigenético directo de la infección misma por COVID-19 (Nicolini & De la Fuente, 2022). Estas funciones se ven alteradas provocando un mayor riesgo de presentar trastornos mentales (Sanz, 2015). Crecer en un ambiente donde prolifera la violencia doméstica y social, la pobreza, la inseguridad alimentaria y la negligencia son factores que provocan modificaciones en los genes que se encargan de regular el funcionamiento de estructuras cerebrales como el hipocampo, la amígdala y la corteza prefrontal, importantes centros que están implicados en el funcionamiento y adaptación de las personas a su medio (Gerra et al., 2010; Kim et al., 2013; Nemeroff, 2016; Shoji & Kato, 2009; Straight et al., 2020; Trivedi et al., 2019).
En el contexto del COVID-19 las vivencias estresantes han aparecido en cascada. Han empezado a publicarse los primeros hallazgos sobre el efecto del estrés producido por la pandemia en mujeres cuyo embarazo transcurrió durante la emergencia sanitaria. Se ha encontrado que el estrés prenatal durante este periodo provocó mayores niveles de metilación del gen SLC6A4, trasportador de la serotonina, lo cual se asoció con una desregulación del temperamento de los infantes en los tres primeros meses de vida, e incluso con fallas de neurodesarrollo en el primer año (Edlow et al., 2022; Provenzi et al., 2021).
Ante este escenario surge la necesidad de empezar a elucidar cuáles son las implicaciones en el mediano y largo plazo de las situaciones estresantes a las que han estado sometidos niños, niñas y adolescentes como resultado de la pandemia. La evidencia apunta a que se encuentran en una posición de vulnerabilidad para presentar problemáticas en su salud física y mental como resultado de modificaciones epigenéticas. Es necesario que esta vulnerabilidad se aborde en diferentes niveles. Al interior de las familias, mediante la creación de ambientes sanos, libres de violencia, en donde exista afecto, cercanía y comprensión. A nivel comunitario, a través de la participación de redes de apoyo para identificar e intervenir con quienes se encuentra en situaciones de riesgo. A nivel macro, mediante el diagnóstico de la situación actual de salud mental y física de los menores y a través de la creación de políticas públicas que los protejan.
REFERENCIAS
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